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- Economía de las emociones
Thomas Carlyle, un ensayista británico, definió la ciencia económica en Occasional Discourse on the Negro Question como"no es una ciencia alegre, sino lúgubre, desoladora y, en realidad, absolutamente abyecta y decepcionante." Muchos han interpretado esta definición en el ámbito de trabajo tan poco divertido de los economistas de tener que lidiar con inflaciones, desempleo e intentar predecir la siguiente recesión y depresión económica; sin embargo, nuestro autor lanzaba sus dardos en otro sentido, pues era un acérrimo defensor del Antiguo Régimen y por tanto, se mostraba tremendamente preocupado por el mundo tan caótico y anárquico que el Nuevo Régimen y la economía liberal clásica traían consigo, definía ese sociedad naciente como "la anarquía más el policía".
Si bien es cierto que la ciencia económica no es un monólogo de humor del estilo "Club de la Comedia", tampoco es ese escenario tan tétrico que describe Carlyle, donde los economistas parecen orcos, trolls y nazgûl morando en Mordor a las órdenes del señor oscuro Sauron, aunque bien es cierto que muchas veces las facultades de economía y sus moradores dan esa impresión. Para limpiar esa imagen tan negativa de mis colegas economistas, veremos como también la ciencia económica puede ayudarnos en la gestión de nuestras emociones y sentimientos.
La mejor forma de hacerlo es acercándonos a uno de los conceptos más importantes y revolucionarios dentro de la Economía, la "utilidad marginal" o "principio de marginalidad". Repasemos un poco de historia para entender mejor lo que supuso la llegada de esa idea al mundo de la teoría económica.
Después de que Adam Smith en su An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations más conocida por La riqueza de las naciones, mostrara las bondades de una economía de mercado, no intervenida por poderes públicos y defensora de la propiedad privada; toda una serie de pensadores posteriores a él desde David Ricardo hasta Karl Marx, desarrollaron todo un corpus de teoría económica bien apoyando y ampliando las tesis de Smith o por el contarrio, atacando de raíz todos sus postulados. Sin embargo, hubo una parte de ese engranaje teórico que todos en mayor o menor medida, aceptaron y usaron para argumentar sus posturas, la teoría del valor-trabajo objetiva. Dicha teoría defiende, en pocas líneas, que el valor de los bienes que consumimos tiene su origen o naturaleza en el valor del trabajo que implica su producción. De entrada, parece lógico que una mercancía valga aquello que cueste producirla, pero la realidad, siempre tan caprichosa, demostraba una y otra vez lo contrario. Y los economistas no sabían por qué.
Hasta que tres economistas entre los años 1871 y 1874 publican tres obras que resuelven cada una el problema con un enfoque original que revolucionó toda la teoría económica. Lo curioso es que llegan al mismo principio desde razonamientos y contextos diferentes, sin conocerse y sin haber leído la obra de los demás. Como dice Mark Skousen en La formación de la teoría económica moderna. La vida e ideas de los grandes pensadores modernos, con un estilo de presentador de boxeo, "De Gran Bretaña era William Stanley Jevons (1835-1910), de Austria Carl Menger (1840-1921) y de Francia Léon Walras (1834-1910)".
¿Cuál era esa idea tan revolucionaria e importante? El principio de marginalidad que parte de un rechazo "a las teorías objetivas de valor de los bienes basadas en su coste de producción y situó en su lugar el principio de utilidad y la demanda de los consumidores como la piedra angular del nuevo enfoque para la construcción de la teoría económica. Estos economistas subrayaban que las personas en el mundo real eligen en base a sus preferencias y valoraciones. Al igual que J.B. Say, reconocían que ni la cuantía del trabajo ni de los medios empleados confiere valor al producto. El valor de un bien es una cuestión que depende de las valoraciones que hacen las personas que lo utilizan." (Skousen, M., 2010, 253).
Lo que nos viene a decir el principio de marginalidad en el consumo de un bien es que realizamos la valoración de este en función de la satisfación que nos reporta el último bien consumido, pero a medida que vamos consumiendo más cantidades de un bien determinado, el valor que vamos dando a esa última unidad es menor, por tanto, se trata de una utilidad marginal decreciente. Un ejemplo para verlo más claro: si después de estar perdidos por el desierto y muertos de sed, hallamos un oasis donde tenemos agua y un diamante, el primer vaso de agua lo valoramos mucho más que la joya, pero a medida que vamos bebiendo el agua va perdiendo valor (utilidad) y el diamante va ganando valor. Al final, cuando no tengamos más sed y hayamos rellenado nuestra cantimplora, el diamante que al principio nos parecía algo poco valioso, ahora se muestra mucho más precioso que todo el agua que dejamos en el oasis y que minutos antes valorábamos por encima de todas las joyas del mundo.
Este principio de utilidad marginal decreciente puede aplicarse perfectamente en la gestión de las emociones. Imaginemos que nuestra pareja nos regala todos los días una rosa, la primera rosa nos sorprenderá muy gratamente y su valor para nosotros será realmente alto. Pero a medida que vamos llenando nuestro jarrón de rosas, éstas van perdiendo valor poco a poco hasta que llegado un momento, una rosa más carecerá de interés e importancia para nosotros. El conflicto atraca en el puerto cuando el que regala comprueba que la persona a la que ofrece sus regalos aprecia el detalle con menor valor que él. Se produce un desequilibrio entre las espectativas de uno y otro y salta la crisis.
Esta situación puede aplicarse sin ningún problema a multitud de escenarios desde los personales a los laborales. Se trata al fin y al cabo, de saber gestionar lo que podemos dar y ofrecer a los demás para que lo valoren en su justa medida. No se trata de una actitud desagradecida o egoísta por la otra persona, sino una forma de valorar innata en nosotros. Lo único que cambia de un individuo a otro es la pendiente de esa curva decreciente, es decir, habrá personas para las cuales llegar a esa última unidad, la que ya no valoren tanto y a nosotros nos parezca injusto por ello, se encuentra más lejos que en otras personas, pero tengamos claro una cosa, ese punto de inflexión existe.
Ocurre en el trabajo cuando día tras día hacemos horas de más fuera de nuestro horario, cuando nos ofrecemos para todo y todos; los primeros esfuerzos y las primeras pruebas de implicación serán muy bien valoradas y desde ese momento, las siguientes irán perdiendo valor poco a poco hasta que llegados un día, nuestro jefe no valore en nada ese tiempo ni esa voluntad de ofrecimiento. No hemos sabido dosificar nuestra entrega y hemos convertido lo excepcional y por tanto valioso, en lo común y por tanto, poco apreciado.
Otro ejemplo puede darse en nuestro círculo de amigos. Imaginemos por ejemplo que somos unos amigos generosos, que siempre estamos dispuestos a ayudar en todo momento, que nunca faltamos, que día tras día y año tras año, hemos demostrado a los demás que pueden contar con nosotros y nuestro apoyo, que en nuestra generosidad los colmamos de regalos y demás prebendas. Pues llegará un momento en que nuestros amigos den por descontado esos hechos, no les suponga algo novedoso, tengan suficiente cantidad de nuestra amistad y por tanto, la utilidad marginal de una acción más se valorará menos.
Puede ocurrir también, dentro de ese terreno de la amistad o incluso de las relaciones amorosas, que ofrezcamos siempre los mismos planes una y otra vez. Por ejemplo, convertimos en una rutina el ir al cine con nuestra pareja o siempre hacemos los mismo con nuestros amigos. Tarde o temprano, esa actividad que para nosotros puede resultar muy valiosa, en la otra persona puede convertirse en algo sin valor alguno.
Es necesario remarcar, por su importancia, que todo depende del nivel al que se encuentre el punto en el cual lo que nosotros valoramos no tiene tanto valor para los otros, porque ese es el origen del conflicto. Si regalamos rosas todos los días, pero la persona que las recibe, aunque cada vez las vaya valorando menos, no habrá problemas mientras el valor que nos comunica esté como mínimo igualado al valor que nosotros le damos. El conflicto nace cuando cruzamos por el punto de inflexión y nuestro aprecio es mayor de la que nos transmite el otro, simplemente porque para él la utilidad marginal del último bien recibido ya no es tan valiosa.
El principio de utilidad marginal emocional nos viene a recordar que debemos saber gestionarnos correctamente en nuestra entrega sentimental hacia los demás. Nosotros somos la mercancía más importante que poseemos y si nosotros mismos no sabemos valorarnos, llegará un momento en el que los demás tampoco lo harán. Con ello se evitarán situaciones tan peligrosas para nuestro equilibrio personal como la falta de autoestima, la dependencia emocional de los demás, el no valorar en su justa medida nuestras emociones y actos para con el resto y nuestra valía profesional. Entregar es un don, regalar un acto de generosidad, pero no debemos convertir nuestras emociones y afectos en un montaje en cadena, pues lo único que conseguiremos, es rebajar nuestro propio valor personal.